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Crecer con prisa

  • homoigni
  • 4 feb 2023
  • 6 Min. de lectura

Crecer es raro. Digo esto a pesar de saber que es un suceso necesario y, además, compartido por todos. En un momento de la vida -o una sucesión de ellos- nuestro enfoque respecto del tiempo cambia, nuestra vista se levanta, nuestros órganos se ensanchan y el pulso se acelera: descubrimos un mundo de posibilidad.


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Antes, de niños, todo era tan amplio: un patio descubierto, la parte de atrás de un auto o el bajocama de nuestra recámara. Ahí se gestaban continuamente universos de lo más variados y significativos. Ahora, de adultos, no vemos la magia, sino la realidad -sea lo que sea esto. Una persona adulta tiene que vivir en el mundo, lo que implica decidir sobre sí misma y optar por alguna de las diferentes opciones que se nos presentan en el camino. Con la bifurcación en el camino inicia la disyuntiva y se establece un modo de vida radicalmente distinto al que solíamos tener. Para algunos, esto es antes, para otros después, para todos, algún día. Crecer es tomar consciencia de que hay muchas posibilidades y que no podemos lograrlas todas.


Parte importante de lo que debemos decidir en la vida es cómo vivir en relación a los demás. Ellos están ahí, queramos o no. Una opción, claro está, es vivir como si ellos no existieran y yo fuera el único importante en el mundo. Esto conlleva la posibilidad de pisotear a otros con tal de salir bien librado. El individualismo radical es así. Y claro, ¿cómo no ser radical cuando no se sabe de amor? La otra opción es el reconocimiento del otro. Él o ella, frente a mí, son como yo: tienen sueños, ilusiones y quieren lo mejor para sí mismos. De hecho, somos muy parecidos, aunque nunca iguales. Esta vía segunda es muy distinta porque el que la toma decide ver al otro con la profundidad que más se adecúa a quien puede ser. Éste, se da cuenta de que detrás de un par de ojos hay un individuo auténtico. Crecer es darse cuenta de que existe el otro.


No todas nuestras relaciones con los demás, incluso si tomamos la vía del amor, son iguales en cuanto a su intensidad. Aunque queramos, no podemos amar a toda persona con la misma entrega que a nuestros “seres queridos”. Lo siguiente es para mí un misterio de la vida: si se tiene la disposición de abrazar al mundo entero, nos tenemos que conformar con amar a unos pocos, tan pocos que bastan los dedos de las manos para contarlos. Pero luego me percato de algo, basta un otro para poder amar sin conformarse. Ese es, creo yo, un bien fundado enfoque para un ideal de amor. Un tipo de amor, de varios que hay -sé que es un término complejo-, es el amor en pareja. Es común que la gente busque una pareja, todos lo sabemos. Creo que en el fondo se debe a este descubrimiento del otro, que se va develando cuando llegamos a cierta edad: quiero amar a y ser amado por alguien incondicionalmente. No es esto un desprecio absoluto de todos los demás, pero sí un enfoque, una concentración, un “acotarse a”. Esta búsqueda es para muchos, la mayor motivación de su vida, y con toda razón. Lo nuestro es el amor, dicen por ahí. Lo importante es ver que en la entrega total a uno, dos u otros tantos, se vive una relación con el otro y no un mero intercambio de intereses propios. Si pudiera definirlo en términos sencillos, yo diría que el amor más auténtico es el que se tiene con los amigos: un interés genuino por su bienestar y una comunión en la que se da todo lo que se puede dar y se recibe recíprocamente. El amor en pareja es, así visto, un tipo de amistad que profundiza en varios aspectos, como la unión total en todas las esferas de lo humano y el libre compromiso renovado día con día, que se extiende hasta los hijos. El matrimonio, a mi juicio el ideal del amor en pareja, no es para todos, pero lo que sí es para todos es el amor. Crecer es poder inclinarse por el comprometido y siempre nuevo encuentro.


¿Cómo, ante esta motivación del amor en pareja, podemos estar tranquilos los adultos jóvenes, vagando por el océano de la duda perpetua?, quizás, ¿navegando las crestas del “galaneo” provisional para no caer de tope en los valles de la soledad? Para aprender a amar de verdad, se tiene que aprender a estar solo. Estar solo, pero no aislado, permite que veamos realmente al otro como otro y no como posesión, recurso o herramienta nuestra. Soledad en ese sentido es sosiego, calma, contemplación. Cuando dos de nosotros -hablando del amor en pareja- nos encontramos verdaderamente es porque antes hubo una calma y un sosiego que nos permitió vernos por lo que somos. A veces ocurre que las relaciones provisionales se tienen como paliativos, en donde ambos miembros se alivian de sus dolores y se lamen sus heridas. En efecto, el amor en pareja aspira a una ayuda mutua, pero en el fondo es mucho más. También sucede que en el proceso de sanación se busca mitigar el dolor con placer y la relación se convierte en un divertido juego de sensaciones y sensiblerías que termina pronto, como toda excitación sostenida. No pretendo pintar un retrato cursi y fantasioso de la relación en pareja, quizás, por falta de talento, así me salga en este momento. Lo que busco, más bien, es que captemos la promesa que se esconde en nuestro proceso inevitable de crecimiento. El “estrés” y las crisis existenciales muchas veces son reflejo de que sabemos lo que buscamos pero no podemos todavía “darle forma”, ni en la cabeza ni en nuestra propia vida. A veces, la desesperación en este ámbito es tan grande que terminamos por levantar una sofisticada fachada y promoviendo una campaña mercadotécnica alrededor de un mero concepto de nosotros. Esto, digo, es no saber estar solos. Crecer es poder experimentar la soledad que deviene verdadero encuentro.


Madurar en la soledad no es fácil. Se necesita estar calmado, pero sobre todo atento y dispuesto. La vida nos va enseñando esto si la dejamos. Pero, ¿cuándo saber si es el momento de actuar para conquistar o si es el momento de mirar y aprender? No hay fórmula secreta. Dicen por ahí que, “a Dios rogando y con el mazo dando”. Mucha sabiduría. De ahí, podemos rescatar una idea sencilla para los intranquilos que somos todos en nuestra temprana juventud: los buscadores del verdadero amor, que no es más que verdadero encuentro: estar abiertos y dispuestos con la gente que nos topamos en la vida, buscando, ante todo, poder verlos como personas y no como alivios a nuestra desesperación, pero al mismo tiempo, trabajando por ser mejores, buscando buenas compañías y -¿por qué no?- intimando con gente. Creo que es mejor apostar por platicar tres horas frente a una barra del bar con una desconocida para terminar la noche con la emoción del futuro incierto que ir de inmediato a la cama para disfrutar unos minutos de su efímera compañía. Las medicinas, como las personas vistas como remedios o utensilios, se consumen y se desgastan rápido, y se pueden desechar una vez que cumplieron su función. Ante la duda y la prisa por encontrar a alguien, yo propongo el alivio definitivo de la disposición al encuentro con el otro. Esto no es más que una mancuerna de dos cosas: aprender a estar solo y disponerse a vivir el compromiso. Con lo primero se logra eliminar la posibilidad de utilizar a los demás como alivios provisionales, lo cual genera en nosotros un profundo sentimiento de vacío. Con lo segundo se logra la ansiada relación amorosa que no termina solo en una bonita experiencia, sino que crece y se consolida día con día, incluso a través de los malos ratos. Si de pronto nos consume el ansia de tener a la persona perfecta o, puede ser, la curiosidad de una experiencia alocada con alguien, yo sugiero recordar qué es lo que en realidad buscamos: es eso que no tiene tanto que ver con la perfecta consecución de un criterio, sino más bien con un verdadero y profundo encuentro con alguien.


 
 
 

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